¿Quién soy si no la persona que desayuna cuatro huevos – solo con dos yemas – y arepa todos los días? ¿La que enciende la tetera antes de cocinar para que el té se haya enfriado tan solo un poco a la hora de comer? ¿La que no se acuesta sin antes escribir detalladamente sobre su día?
Desde Aristóteles, que decía que somos lo que hacemos, hasta William James, que en el siglo 19 escribió sobre cómo nuestros patrones de conducta moldean quienes somos, existe un consenso común acerca de los hábitos: actúan como un ancla muy importante en nuestra identidad.
He descubierto que estos hábitos, que resultan en rutina, resuenan profundamente con cómo nos percibimos. Creo que estos trascienden un esquema organizacional y se convierten en cómo escogemos habitar el presente y relacionarnos no solo con el entorno, sino con nosotros mismos. En este sentido, siempre he sabido lo importante que me resulta tener un sentido de orden en mi vida, donde existe una estructura lógica que me ayuda a comprender dónde encajan mis deseos, necesidades y responsabilidades en el día a día. Sin embargo, hace unos meses la vida me dio un regalo fantástico al permitirme poner un paréntesis enorme a esa rutina condicionada por el tiempo, para no solo alejarme de ella, sino crear una nueva. En medio del desorden y la incertidumbre de mi nueva vida en París, he podido reevaluar, cuestionarme y deconstruir mis hábitos. Y, enfrentada a la posibilidad de crear una rutina que favorezca mis deseos y prioridades, me encontré con los rituales.
El concepto de ritual está permeado por cierto rechazo, pues en el imaginario colectivo se acerca mucho a lo místico, a lo mágico, a la brujería. Sin embargo, como lo veo yo, tiene poco que ver con hechizos y mucho que ver con la intención. Para mí, los rituales son pequeños actos de cuidado intencionados, técnicas simbólicas que cargan el presente con significado, que actúan como anclas para desacelerar y dar un sentido mayor a nuestras experiencias cotidianas. Creo que son poderosos en cuanto a la conexión que nos brindan a nosotros mismos, y quizá a algo más grande.
En mi caso, la rutina consistía en una serie de acciones repetidas que no pensaba más de una vez, y que al realizarlas tenía muchos distractores a mi alcance que no me permitían estar presente. Lo que comía al desayuno entre semana siempre estaba acompañado de diez minutos de Instagram; organizar mi cuarto era algo que hacía porque tocaba y no porque realmente quería; descansar entre sets en el gimnasio implicaba una llamada o pensar en lo que tenía que hacer después. Venir a París me ha dado la oportunidad de detenerme y reevaluar por qué hago las cosas, reflexionar y hacer los ajustes necesarios.
Tal vez se oye complicado y hasta desgastante, pero los rituales no tienen que ser elaborados. A veces el significado radica en la sencillez. Ahora mis mañanas se ven distintas: me levanto en silencio para escuchar lo que mi cuerpo tiene por decir, cocino mi desayuno con atención a los colores y texturas, y luego me lo como mirando por mi ventana, saboreando cada mordisco que doy. He podido entender que la magia está en ser intencionada en mi actuar para poder experimentar la vida desde todos sus matices, pues cuando sé por qué hago las cosas, todo cobra un sentido que trasciende la inconsciencia y, por el contrario, encuentro la posibilidad de alinearme con mis metas y valores desde mi actuar. Ahora en las noches intento siempre escribir, no solo como un recuento de mi día, sino con la intención de preservar las memorias vivas, de poner atención a lo que pensé y sentí, y de buscar conexiones, patrones y respuestas en la cotidianidad. Los rituales me han brindado la posibilidad de ser congruente en la consolidación de mi yo, y en ese sentido encontrarme desde una versión mucho más auténtica, que se saborea mucho más la vida.
Mis acciones repetidas, vistas como rituales llenos de intención y posibilidad, y no como rutina que carece de porqués, no han tomado una forma mística ni mucho menos compleja en comparación con cómo usualmente se ve mi vida diaria. Decidí deconstruir los patrones de mis hábitos, en un intento por hacerlos más conscientes y especiales, y así reconstruirlos desde un lugar distinto. Ahora sé que hago ejercicio no solo con el cuerpo, sino también con el alma. Que me regalo una hora al día para fortalecer mi cuerpo, mi consciencia sobre él, para autosuperarme en mis propias metas – y no simplemente porque es costumbre y es algo que tengo que hacer. Es algo que puedo hacer, y así lo decido. Organizar mi espacio se ha convertido en un ritual especial donde dedico un tiempo a mi entorno, que refleja mi mundo interior; aprovecho para limpiar lo físico y lo energético, y buscarle un lugar a las cosas que se sienta lógico para mí.
Hace poco me encontré con un término comúnmente usado en la psicología: la habituación. La manera en la cual dejamos de responder a aquellos estímulos que vemos constantemente. La vista desde nuestra ventana. Los huevos con arepa del desayuno. Los árboles con flores en el recorrido hacia la universidad. La rutina. El cerebro filtra aquellas cosas predecibles para ahorrar energía, y al hacerlo también corremos el riesgo de filtrar aquello que nos hace sentir vivos. Los rituales, entonces, son una forma de reivindicación frente a ese paisaje familiar que no debería ser olvidado, ni percibido como obvio. Ver mis hábitos como rituales y cargarlos de intención me ha permitido anclarme al hoy, encarnar el agradecimiento y recuperar el asombro frente a lo cotidiano. No se trata de hacer más, sino de habitar mejor. Porque en cada gesto repetido con presencia, se puede encontrar la posibilidad de reconectar con uno mismo y recordar que la vida, incluso en su forma más simple, siempre está ocurriendo.
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